Liberación del narcisismo

     Cómo nos molestan las personas engreídas, orgullosas, que se creen por encima de las demás. Nos producen repulsa. No es fácil mantener el temple ante tales personas.

Nosotros no queremos vernos así, sino que intentamos cultivar la humildad, no ser ni parecer más que los demás, no alardear de nuestras valías, etc.

Si nos adentramos un poco más en los movimientos de nuestro corazón, percibimos que en esa búsqueda de humildad asoman, casi sin darnos cuenta, otras capas de nuestro ser que quizá estén buscando un nivel alto de virtud. Es decir, que queriendo ser humildes, estamos alimentando una alta estima de nuestro virtuosismo. Es como ese prurito de sentirnos valiosos, merecedores de buena estima, al menos por parte de nosotros mismos, o de Dios… Y si se da el caso, por parte de los demás. Nuestro corazoncito es orgulloso incluso en la búsqueda de humildad.

¿Quién nos sacará de este bucle, de la pescadilla que se muerde la cola? Hay dos caminos que no tienen salida. El primero es el de la persona perfeccionista que se autohumilla queriendo matar su narcisismo; sería como querer salvarse del ahogamiento en el agua tirándose de los pelos hacia arriba.

Hay casos que llegan a formas insanas de vida. La otra salida falsa es la espiritualización: pensar que como Dios nos ama ya tenemos todo superado sin necesidad de atender nuestras contradicciones, como tapando la realidad.

Siempre tendremos que vérnoslas con ese narcisismo que nos habita, pero habrá algunos caminos que recorrer para ir liberándonos, o mejor, dejarnos liberar de esa trampa: volver una y otra vez a la relación con Dios que se muestra en Jesús que acoge al pecador que somos, aprender a aplicarnos un cierto humor en nuestras pequeñas miserias, distinguir entre hacer el mal y sentirnos heridos en nuestro amor propio, acoger con cierta paciencia las humillaciones que los demás nos puedan infringir…

Este camino es para toda la vida pero nos puede ir liberando de nosotros mismos. Es una gracia que Dios concede a los pequeños.

Texto evangélico: Mt 5, 43-48

   Entonces Jesús, dirigiéndose a la gente y a sus discípulos, les dijo: En la cátedra de Moisés se han sentado los maestros de la ley y los fariseos. Obedecedles y haced lo que os digan, pero no imitéis su ejemplo, porque no hacen lo que dicen. Atan cargas pesadas e insoportables, y las ponen a las espaldas de los de hombres; pero ellos no mueven ni un dedo para llevarlas. Todo lo hacen para que los vea la gente: ensanchan sus filacterias y alargan los flecos del manto; les gusta el primer puesto en los convites y los primeros asientos en las sinagogas; que los saluden por la calle y los llamen maestros. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos

Espiritualidad franciscana

Para el varón de Dios, Francisco, la humildad era la salvaguardia y hermosura de todas las virtudes. Si el edificio espiritual no está cimentado sobre la humildad a medida que parece elevarse, va adelante su ruina. Francisco, rico en gracias, resplandecía especialmente por su humildad. A su juicio, no era sino un pecador, cuando de verdad era un dechado esplendoroso de toda santidad. Se esforzó en edificarse a sí mismo sobre la humildad, para fundamentarse en la base que había aprendido de Cristo: “El que se humilla será ensalzado” (Mt 23,12). Olvidando lo que había ganado, estaba convencido de que era más lo que le faltaba que lo que poseía. Fue humilde en el humilde hábito que vestía, pero más humilde en los sentimientos, humildísimo en el juicio de sí mismo. No había altanería en sus palabras, ni pompa en sus gestos, ni ostentación en sus obras (cf. 2Cel 140).

Francisco entendió que sin humildad, sin liberarse del estar mirando siempre a uno mismo, todo lo que se hace y se vive queda sin cimiento firme. La liberación del narcisismo comenzó para el joven Francisco aquella noche en Espoleto, en la que Dios le salió al encuentro y él supo preguntar: Señor, ¿qué quieres que haga?

Oración

Señor, tú me sondeas y me conoces;
me conoces cuando me siento o me levanto,
de lejos penetras mis pensamientos;
distingues mi camino y mi descanso,
todas mis sendas te son familiares.
No ha llegado la palabra a mi lengua,
y ya, Señor, te la sabes toda.

Me estrechas detrás y delante,
me cubres con tu palma.
Tanto saber me sobrepasa,
es sublime, y no lo abarco.
¿Adónde iré lejos de tu aliento,
adónde escaparé de tu mirada?

Si escalo el cielo, allí estás tú;
si me acuesto en el abismo, allí te encuentro;
si vuelo hasta el margen de la aurora,
si emigro hasta el confín del mar,
allí me alcanzará tu izquierda,
me agarrará tu derecha.

Si digo: «Que al menos la tiniebla me encubra,
que la luz se haga noche en torno a mí»,
ni la tiniebla es oscura para ti,
la noche es clara como el día. (Salmo 139)

Epílogo de la carta
Quien sólo vive para sí, está muerto para los demás. (Dicho romano)