Los hermanos no prediquen en la diócesis de un obispo, cuando éste se lo haya denegado. Y ninguno de los hermanos se atreva en absoluto a predicar al pueblo, a no ser que haya sido examinado y aprobado por el ministro general de esta fraternidad, y por él le haya sido concedido el oficio de la predicación. (San Francisco, 2R9)

 Entre nosotros hay hermanos que reciben la misión particular de predicar. Ellos expresan con la palabra lo que todos intentamos pro­clamar con la vida. Pero ellos, además, se unen al ministerio apostóli­co de la Palabra que, por mandato de Jesús, vivifica al mundo.

También en esto hemos de ser menores. Aunque estemos muy preparados y tengamos el carisma de la predicación, e incluso las ne­cesidades pastorales exijan inexcusablemente nuestra palabra, hemos decidido vivir en comunión con la jerarquía católica, y creemos más firmemente en la eficacia del amor, que busca el último lugar, que en la eficacia que nosotros controlamos. Por la misma lógica, cuando los obispos nos llaman a colaborar con sus ministros, preferimos los servi­cios marginales o no deseados por otros.