La fraternidad no se hace proyectando nuestras necesidades infantiles en un ideal de amor sin conflictos. Por el contrario, es nece­sario amar desde el olvido incondicional de sí; es necesario evitar el airarse y perder la paz, escandalizándose ante la mediocridad o la debilidad del hermano. Es necesario amar como una madre, e incluso más, pues la fraternidad se sustenta, en última instancia, de la gratuidad del amor de Dios.

Cuanto más se me niega visiblemente comprobar el cariño mutuo y el deseo común de vivir el Evangelio, todavía me queda el amor, el que «todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta», el que vence al mal a base de bien, como Jesús, el entregado por los pecadores.