“Había amado en vida la Eucaristía y los pobres, y cuando llegó la mañana del domingo, supe que estaba en la recta final. Me levanté para ponerme el hábito pero no pude, y me tuvieron que ayudar. Pedí que me acostaran en el suelo, y no lo consintieron. Las campanas daban el último toque para la misa mayor. Durante unos momentos me invadió la angustia e invoqué el nombre de Jesús. Mientras miraba fijamente al crucificado sonó la campana de la elevación. El Señor venía a por mí. Yo le di la mano a mi confesor, el P. Jaime Morales, y me marché pronunciando el nombre de Jesús.”

Era el 17 de mayo de 1592, fiesta de Pentecostés. Tenía 52 años, de los cuales veintiocho los había pasado como fraile franciscano donde sobresalió por su devoción a María y su amor a la Eucaristía.