El abad de un monasterio que empezaba le pidió a otro que regía uno de gran antigüedad y prestigio, le enviase un monje santo y versado en el entendimiento y el conocimiento de todas las cosas espirituales, para enseñar a sus novicios a crear comunidad. Este último seleccionó a cinco y les envió. Su ayudante le dijo: “Padre, el hermano abad nos ha pedido uno, ¿cómo pues le mandas cinco?”

Pero el anciano guardó silencio y se limitó a suspirar, diciendo: “tendremos suerte si llega al fin de su misión, al menos uno de ellos”.

El viaje era largo. Una noche llegaron a una posada donde encontraron una viuda sola con sus dos hijos, y uno exclamó: “No sería yo un buen monje, si dejara a esta viuda sola con sus hijos”. Y se quedó desposándose con ella.

Al cabo de un tiempo pasaron por un pueblo sin sacerdote, así que uno de ellos se dijo: “¡Mal monje sería yo, si dejara a esta gente abandonada, como ovejas sin pastor”, y se instaló allí donde sirvió como sacerdote secular.

Los otros tres partieron. Un día, llegaron al palacio de un rey. Éste tenía una hija hermosa y soltera, la cual se encaprichó de uno de ellos. El rey le dijo: “¡Quédate: te casarás con mi hija y serás mi heredero”, él respondió: “¡Cómo dejar pasar esta oportunidad de ser un rey justo y sabio y hacer tanto bien a mis súbditos!”, y también aceptó quedarse.

Los dos que quedaban anduvieron y anduvieron, hasta que un día uno de ellos vio algo que brillaba en el suelo: era una esmeralda muy valiosa. Él la cogió y dijo: “Sin duda esta es una señal de la Providencia: tengo que venderla en la ciudad más cercana, y luego me dedicare a ayudar a los pobres con el dinero”. Y se fue.

El último de ellos, por fin, llegó al monasterio, como le habían mandado. El viejo abad había tenido razón, después de todo.

En nuestra vida, nos entretenemos con toda clase de obras buenas… que nos desvían de aquellas que, de verdad, debemos hacer.