La dinámica profunda que anima nuestra Regla de vida es el radicalismo evangélico. ¿Cómo explicar a quienes tienen una vocación diferente a la nuestra, que el Señor ha querido hacernos discípulos suyos hasta perderlo todo y considerarlo basura, a condición de encontrarnos en El y conocer el poder de su resurrección y la participación en su pasión?
Este camino nos exige una conversión constante, renovada diariamente. Los frutos de nuestra carne son soberbia, vanagloria y envidia. Nos atribuimos todo lo que hacemos y decimos, nos apropiamos el bien que Dios realiza. Por eso, sentimos más alegría por nuestros éxitos pastorales, o nuestra autorrealización personal, o la grandeza de nuestra institución, o nuestro progreso espiritual, que en la ignominia y el desprecio.
Sentimos más alegría cuando se realizan nuestros planes, o por el calor de amistad y comprensión, o porque somos valorados por la autoridad, o porque somos admirados , que en la inutilidad, anonimato y enfermedad, que nos abren el tesoro oculto de la «verdadera y perfecta alegría».
La perfecta alegría es fruto del Espíritu Santo, don de la Pascua de Jesús. Primero va enseñándonos a centrar nuestra vida en lo importante, el Reino de Dios y su justicia, hasta que aprendamos a considerar todo lo demás como añadidura. Luego suscita en nosotros el sentido de absoluto, para desear sólo a Dios. Entonces El mismo se nos hace espíritu de oración y devoción. Oramos continuamente porque la llama viva ha prendido en nosotros, y todo lo consume, purifica y transforma. Una misma atmósfera, la del amor, lo envuelve todo: fundiendo la presencia del Señor y el propio corazón. De ahora en adelante, el amor será destino hasta la muerte. La vida entera es un anhelo de identificación con Jesús crucificado. Enfermedad, humillación, persecución, injusticias, calumnias… hasta el martirio. Gozo y sufrimiento se entremezclan inexplicablemente.