“Sumo y glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta…” (OrSD 1-2).

Al comienzo de su conversión Francisco ora buscando luz para sus oscuridades y pidiendo una fe recta. Al final de su vida, a los que le alababan “les respondía con frases como éstas: No queráis alabarme como a quien está seguro; todavía puedo tener hijos e hijas” (2Cel 133). Fe recta, como se le dio vivir a Francisco, no es fe sin dudas, fe asegurada, o sin tinieblas en el corazón. Tampoco se reduce a la rectitud en la doctrina.

Para Francisco la fe recta es más bien “el Señor me dio a mí el hermano Francisco…, y el Señor me llevó…, y el Señor me dio y sigue dando”. Fe recta es esta honda confianza de que el Señor está presente en la propia vida, actuando, acompañando, iluminando el corazón y el camino. Fe recta es saber que nunca se está seguro, pero “sé de Quién me he fiado”; no pasar nunca de peregrino y advenedizo, pero segur mirando y orando a Cristo: “Ilumina las tinieblas…” Y así, paso a paso y día a día, afianzando en el corazón la confesión de que Él es la Luz.

Nuestra seguridad no es nuestra fe. Nuestra seguridad es el Señor. “La fe duda por fidelidad a sí misma” (A. Vergote). La fe no es una posesión, pues es un misterio mucho más hermoso. Así lo proclama Francisco tras su experiencia en La Verna: “Tú eres nuestra fe” (AlD 6).

(Carta de Asís 45)