En nuestra fraternidad los preferidos han de ser los enfermos, los desanimados, los conflictivos, los que han tenido la desgracia de no ser fieles a sus compromisos, o los que se sienten marginados, o son de hecho víctimas del pecado estructural de nuestra institución, o del abuso del poder; en suma, los pequeños. Sólo podemos ser signo del Reino si la «regla de oro» evangélica («haced a los demás lo que quisierais que ellos os hiciesen») regula nuestras relaciones. El ideal de humanidad reconciliada comienza por casa.