“- Tú solo eres bueno. Tú eres el Bien, todo el Bien. Tú eres nuestra gran dulzura. Tú eres nuestra vida eterna, grande y admirable Señor – repetía Francisco en el monte Verna.

Cantaba todo esto en músicas improvisadas. En su alegría, recogió del suelo dos pedazos de madera y apoyando uno sobre el brazo izquierdo se puso a rascar con el otro, como si pasara un arco sobre el violín. León le miraba. Su cara estaba resplandeciente. (…) De repente, Francisco empezó a andar despacito, y León vio con estupor que el rostro de su padre había cambiado, se había hecho doloroso, atrozmente doloroso, y continuaba cantando, pero su canto mismo era doloroso.

– Tú, que te has dignado morir por amor de mi amor – gemía -, haga la dulce violencia de tu amor que yo muera por el amor de tu amor.

León tuvo entonces la certidumbre de que Francisco veía en ese momento a su Señor suspendido en el patíbulo de la cruz. Le veía después de largas horas de agonía, todavía moviéndose, luchando entre la vida y la muerte, espantoso guiñapo humano. (…) Había dejado caer las pobres cosas que tenía en sus manos. Después había empezado otra vez su letanía de alabanzas con una voz más fuerte, que resonaba clara en la noche en medio del bosque:

– Tú eres el Bien, todo el Bien, grande y admirable Señor, misericordioso Salvador.

La imagen del Crucificado no había destruido la alegría de Francisco, al contrario, y León pensó que ella debía de ser su verdadera fuente, la fuente purísima e inagotable. “

(Sabiduría de un pobre; E. Leclerc)